Peso Corporal, Fitness y Salud: ¿Necesita la Puesta en Forma un Cambio en la “Forma”?

Glenn A Gaesser

Artículo publicado en el journal PubliCE, Volumen 0 del año 2006.

Publicado 19 de enero de 2007

INTRODUCCION

Para la mayoría de los profesionales de la salud es virtualmente un axioma que acarrear peso extra constituye una seria amenaza para la salud. La creencia de que el exceso de grasa corporal es un “boleto para la tumba precoz” está tan firmemente arraigada en nuestro ambiente médico, que raramente es cuestionada. Debería ser, por la evidencia científica de los peligros de la obesidad para la salud, un factor de riesgo independiente para enfermedades degenerativas, pero esto está lejos de aclararse.

Consideremos, por ejemplo, la enfermedad cardiaca. Ciertamente, la presión sanguínea elevada, los altos niveles de colesterol o triglicéridos, y la intolerancia a la glucosa son considerablemente más comunes entre hombres y mujeres delgados. Que la obesidad está asociada con éstos problemas de salud es bastante evidente. Sin embargo, esta asociación no significa que la obesidad sea la causa primaria de las patologías metabólicas, ni que la pérdida de peso sea necesaria para mejorar o eliminar estos factores de riesgo para enfermedades cardiacas o diabetes tipo II.

En primer lugar, las correlaciones entre grasa corporal, por un lado, y presión sanguínea y lípidos, por otro, no son muy fuertes (1). En segundo lugar, aparentemente las patologías metabólicas asociadas con la obesidad pueden mejorarse independientemente de la disminución de peso. Los siguientes ejemplos ilustran estos puntos.

MEJORIA DE LA SALUD Y LA CAPACIDAD AEROBICA INDEPENDIENTEMENTE DE LA DISMINUCION DE PESO

En 1982, los Investigadores del Instituto Nacional de Salud Pública en Helsinki, Finlandia, reportaron en el New England Journal of Medicine que los cambios en la calidad de la dieta fueron mucho más importantes para alterar los lípidos sanguíneos que los cambios en el peso corporal (2). Cincuenta y cuatro hombres y mujeres de mediana edad cambiaron sus dietas normales ricas en grasa (39% de las calorías totales provenían de las grasas) por las dietas pobres en grasa (24% del total calórico) durante seis semanas. A pesar de que el peso corporal sólo disminuyó cerca de 1Kg, los lípidos sanguíneos cambiaron dramáticamente. Por ejemplo, el colesterol total redujo de 263 mg/dl a 201 mg/dl en los hombres, y 239 mg/dl a 188 mg/dl en las mujeres. Cuando los sujetos volvieron a sus dietas habituales ricas en grasa, el colesterol volvió a sus niveles iniciales, aún cuando el peso corporal siguió sin cambio, urgiendo a los investigadores a concluir que “los cambios observados se debieron a la composición de la dieta y no a la disminución en el peso corporal”.

Los datos de más de 4500 hombres y mujeres que completaron un programa de tres semanas con residencia en el Centro de Longevidad Pritikin en Santa Mónica, California, aporta una evidencia aún más convincente que sostiene que es la grasa en la dieta, y no en el cuerpo, la que afecta en mayor medida en la salud (3-5).El Programa Pritikin combina una dieta baja en grasas, rica en carbohidratos complejos, y rica en fibras con ejercicios aeróbicos diarios ( normalmente 30 a 60 minutos por día al 60-90% de la frecuencia cardiaca máxima ). En tres semanas, los hombres y mujeres que completaron el programa experimentaron reducciones de casi el 23% en el colesterol total (234 a 180 mg/dl) y LDL (151 a 116 mg/dl) y reducciones de casi el 33% en los triglicéridos (200 a 135 mg/dl) (3). La presión sanguínea sistólica y diastólica disminuyó un 15%, y más de un tercio de los hipertensos pudieron suspender la medicación anti-hipertensiva (4,5). Entre los hombres y mujeres con diabetes de tipo II, el 39% de los que reinyectaban insulina y el 71% de los que tomaban drogas hipoglucémicas orales pudieron dejar dichas medicaciones. Tres cuartas partes de las personas con diabetes de tipo II que no tomaban medicamentos pudieron normalizar sus niveles de glucosa en sangre (4,5). Todos los resultados ocurrieron dentro de las tres semanas.

Seguramente, casi todos los hombres y mujeres que completaron el programa de tres semanas bajaron de peso. Sin embargo, la disminución promedio fue sólo cercana al 5% del peso inicial. Además, los análisis estadísticos revelaron que los cambios en los lípidos no tuvieron una buena correlación con los cambios en el peso (r=0.07 para el cambio en el peso corporal versus cambio en el colesterol total y LDL; r=0.17 para el cambio en el peso versus cambio en los triglicéridos) (3).Estas correlaciones tan bajas indican que menos del 3% de las reducciones en los lípidos pueden ser atribuidas al nivel de pérdida de peso. De hecho, la mayoría de los hombres y mujeres que entraron en el programa siendo obesos completaron el mismo también siendo obesos –pero con una salud mucho mejor. Esto sugiere fuertemente que la “normalización” del peso no es necesaria para la normalización de los lípidos plasmáticos.

Uno de los ejemplos más recientes de la disociación de la pérdida de peso a partir de la mejoría en la salud es el estudio de los Enfoques Alimentarios para Detener la Hipertensión (6). Este estudio multicéntrico examinó el efecto de los cambios en la alimentación sobre la disminución de la presión arterial en 459 hombres y mujeres. Los hombres y las mujeres en los grupos experimentales aumentaron el consumo de frutas, verduras, y productos lácteos descremados y disminuyeron el consumo de grasas saturadas, durante ocho semanas. Debido a que no se cambió la ingesta calórica total, los hombres y mujeres no bajaron ni un kilo. Tanto la presión sistólica como diastólica bajó cerca de 5 a 6 mmHg en dos semanas, permaneció en niveles reducidos durante el resto del estudio. Entre los 133 sujetos con presión arterial moderadamente elevada, la presión sistólica bajó un promedio de 11.4 mmHg. La magnitud de esta disminución es similar a la observada luego del comienzo de un tratamiento farmacológico, pero sin ninguno de los efectos colaterales que a veces se observan con los medicamentos anti-hipertensivos. Lo más importante, para lo que estamos discutiendo, es que las mejorías en la presión arterial no fueron consecuencia de la pérdida de peso.

Estos estudios no son por cierto los únicos ejemplos de mejorías en la salud sin observarse disminución en el peso. La literatura científica y médica está repleta de estudios (revisados en Gaesser [7]) que demuestran que muchos de los problemas de salud asociados con la obesidad - hipertensión, dislipedemias, intolerancia a la glucosa, y resistencia a la insulina – pueden mejorarse o resolverse totalmente con cambios en el estilo de vida (por ej., hacer más ejercicio y mejorar la calidad de la dieta ). Esto sugiere que para muchos americanos la obesidad podría ser más un síntoma de un estilo de vida imprudente que una causa genuina de problemas de salud. De ser así, entonces parte de los estudios epidemiológicos con un alto perfil y altamente publicitados que relacionan el exceso de peso con mayores tasas de mortalidad (8-10) podrían señalar inadecuadamente a la obesidad en sí como la culpable, y no a los estilos de vida relacionados con la obesidad, los que podrían ser los verdaderos factores subyacentes de la mortalidad prematura.

REDUCIENDO LOS INDICES DE MORTALIDAD: LA CAPACIDAD AEROBICA ES MÁS IMPORTANTE QUE LA DELGADEZ

El estudio longitudinal aún en progreso del Centro de Investigaciones para las Actividades Aeróbicas (11-13) en el Instituto del Dr. Cooper, en Dallas, Texas, es un ejemplo perfecto de una investigación epidemiológica que ha intentado evaluar si un factor del estilo de vida, como la capacidad aeróbica, mitiga los efectos adversos de la longevidad asociados con la obesidad. Los datos con más de 32000 hombres y mujeres, recolectados desde 1970, demuestran que la capacidad aeróbica es mucho más importante que la delgadez en términos de prevenir la muerte prematura. Todos los hombres y mujeres en el estudio recibieron evaluaciones médicas completas y de capacidad aeróbica, la cual incluyó un test de esfuerzo en cinta ergométrica. Esto permitió a los investigadores clasificar a los sujetos tanto por el índice de masa corporal (peso, en kilogramos, dividido por estatura, en metros cuadrados), que brinda una medición del peso relativo independientemente de la altura, así como por la capacidad aeróbica, definida como el tiempo hasta la fatiga en un test de ejercicio. Se debe observar que los scores de la capacidad aeróbica (o “fitness”) fueron ajustados a la edad, para tener en cuenta el hecho bien conocido que la capacidad aeróbica tiende disminuir con la edad.

Después de un promedio de más de ocho años de seguimiento, los resultados fueron inequívocos: los índices de mortalidad fueron menores entre los hombres y mujeres más entrenados, independientemente del índice de masa corporal (11-13). Por ejemplo, entre los 25389 hombres seguidos durante un período de ocho años y medio, los que tuvieron un índice de masa corporal mayor a 30 (por ejemplo, los que eran clínicamente obesos), pero tenían una clasificación al menos de “moderadamente entrenados” (por encima del percentil 20 en el tiempo resistencia en la cinta hasta la fatiga, para su grupo de edad) tuvieron una tasa de mortalidad (18 por 10000 hombres-años de seguimiento) que fue sólo del 29% de la observada en los hombres con un índice de masa corporal menor a 27 pero que estaban desentrenados (en el percentil 20, o menos en el tiempo en cinta para su grupo de edad; tasa de mortalidad 52.1 por 10000 hombres-años de seguimiento) (11). En otras palabras, en términos de perspectiva de longevidad, Blair y cols., revelaron que es mucho más importante estar entrenado que no ser obeso. Entre las mujeres se observaron resultados similares (12).

De acuerdo a Blair, que además de ser uno de los autores principales del estudio longitudinal del Centro Aeróbico es también el Editor Científico del Surgeon General’s Report on Physical Activity and Health, publicado en 1996, “Si las tablas de altura/peso dicen que estás 5 libras más pesado, o aún 50 libras más pesado, esto tiene poca o ninguna consecuencia- en la medida en que estés físicamente entrenado. Por el contrario, si sos una bolsada papas, el ser delgado no te asegura en absoluto gozar de buena salud y no aumenta las posibilidades de vivir una larga vida”.

A pesar de que es cierto que los genes pueden jugar un rol importante en la determinación de la capacidad aeróbica, es poco probable que la capacidad aeróbica genéticamente determinada en forma aislada, sea el determinante principal de la relación entre “fitness” y mortalidad observada por Blair y cols. La actividad física, indudablemente, cumplió un papel fundamental. Entre1970 y 1989, 9777 hombres realizaron dos test de esfuerzo en la –Clínica del Dr. Cooper y fueron seguidos durante un promedio de 5 años luego de la segunda evaluación. Esto permitió a Blair y cols. (13) determinar si un cambio en el nivel de “fitness” correspondía a un cambio en la tasa de mortalidad. Y la respuesta fue positiva y bastante significativa.

Entre los hombres que fueron clasificados como “desentrenados” en el primer test (en el percentil 20, o menos para su grupo de edad) pero que estuvieron “entrenados” en el segundo (por encima del percentil 20), el índice de mortalidad se redujo un 44%. Los cuestionarios de actividad física indicaron que las mejorías en la capacidad aeróbica estuvieron fuertemente relacionadas con los incrementos en la actividad física. Además, los análisis estadísticos indicaron que la reducción en la tasa de mortalidad entre los hombres que cambiaron su estado de “desentrenados” a “entrenados” no estuvo relacionada con la pérdida de peso. Es decir, que los “beneficios para la longevidad” del ejercicio fue consecuencia del entrenamiento – sin necesariamente cambiar de forma.

Blair y cols. Estimaron en base a los resultados del test en cinta ergométrica que un aumento del 10% en la capacidad aeróbica podría reducir el riesgo de mortalidad aproximadamente un 15%. Para una persona sedentaria, una mejoría del 10% e capacidad aeróbica puede alcanzarse en uno o dos meses con caminatas ligeras (cerca de 3 a 4 millas por hora, frecuencia cardíaca cercana al 70-80% del máximo) de 30 minutos diarios, tres a cinco veces por semanas. Aumentando la intensidad, duración, o frecuencia, o una combinación de estas variables, la capacidad aeróbica puede aumentarse un 10 a 20% adicional en otro par de meses. Por lo tanto, la mayoría de los americanos sedentarios podrían reducir el riesgo de muerte prematura (al menos en 30-40% en pocos meses) participando en un programa de ejercicios aeróbicos similares a los mencionados anteriormente, aún sin bajar de peso.

SE HAN EXAGERADO LOS PELIGROS DE LA OBESIDAD PARA LA SALUD

La literatura que acabo de describir sugiere que los peligros de la obesidad para la salud han sido exagerados. Un ejemplo notable de exagerar el caso contra la obesidad es la pretensión que la misma mata a 300.000 norteamericanos por año, haciendo de ella la segunda causa de muerte prevenible en los EEUU (14,15). El ex secretario de Salud Pública C. Everett Koop mostró esta estadística cuando comenzó su campaña “En Forma América!” (Shape Up, América!) 1994. Desde entonces, esta estadística ha sido citada varias veces en los medios de comunicación –diarios, revistas, información en televisión- como “prueba” que la obesidad es una enfermedad mortal. Quizás fue ésta estadística la única razón más importante por la que Redux fue aprobada por la Administración de Alimentos y Drogas de los E.E.U.U. en 1995 (Por supuesto que Redux no está más en circulación en el mercado. Fue prohibida en 1997 debido a los posibles efectos colaterales que ponían en peligro la vida).

La fuente más frecuentemente citada para la cifra de 300.000 es un artículo titulado “Causas reales de muerte en los Estados Unidos”, publicado en un fascículo en 1993 de la Revista de la Asociación Médica Americana (16). Sin embargo, la lectura cuidadosa del artículo releva que los autores, J. Michael McGinnes y William Foege, no hacen tal reclamo de la obesidad como causa de muerte McGinnes y Foeges atribuyen 300.000 muertes por año a la mala alimentación y a la falta de ejercicio físico regular, no a la obesidad. La obesidad es una característica física: la dieta y la actividad física son comportamientos. No son intercambiables. Si bien parecería lógico que un estilo de vida sedentario y una dieta “chatarra” creen un ambiente favorable para aumentar de peso, el hecho es que los estudios utilizados para generar la cifra de 300.000 examinaron el impacto de una mala dieta y la falta e actividad física a través de todo el espectro del índice de masa corporal – delgados, obesos, y los que estaban en el medio. Concluir que 300.000 muertes se deben a los efectos singulares de la obesidad es completamente injustificado (17).

Esto no quiere decir que la obesidad sea enteramente benigna. En el extremo, la obesidad ciertamente debe ser considerada nociva para la salud. Pero precisamente no está bien determinado donde finaliza el peso “saludable” y donde comienza el peso “perjudicial”. Consideremos, por ejemplo las recientes “Guías Clínicas sobre la Identificación, Evaluación, y Tratamiento del Sobrepeso y la Obesidad en Adultos”, publicado por el Instituto Nacional de Corazón, Pulmón, y Sangre en Junio de 1998 (disponible on-line en www.nhlbi.nih.gov). El informe afirma que una persona con un índice de masa corporal mayor a 25 tiene sobrepeso, y cualquiera con un BMI mayor a 30 es obeso. Como ejemplo, una mujer de 5’4’’ (160 cm.) de altura tendría sobrepeso si pesara más de 145 libras (65,250 kg) y sería obesa si pesara más de 174 libras (78,300 kg); un hombre de 5’10’’ (175 cm.) de altura tendría sobrepeso si pesara más de 174 libras (78,300 kg), y sería obeso si excediera las 209 libras (94 kg).

La razón de esto se sustenta en unos pocos estudios epidemiológicos altamente elogiados sobre el impacto del índice de masa corporal sobre la morbi-mortalidad, los cuales sugieren que es más sano ser más liviano (con un índice de masa corporal menor a 25) que más pesado (índice de masa corporal mayor a 25) (8-10). Sin embargo, la literatura está colmado de estudios que indican que un índice mayor a 25 podría no ser tan malo ni uno menor a 24 podría ser tan bueno (11-13, 18-32). Estos estudios surgieren que, dejando de lado los extremos, el peso corporal es bastante neutral en términos de salud, y que no está claramente definido el mejor peso corporal para una óptima salud y longevidad.

Por ejemplo, Troiano y cols. (30), llevaron a cabo un met-análisis de la literatura epidemiológica sobre la relación entre peso corporal y mortalidad. Los análisis de datos incluyeron 356747 hombres y 248501 mujeres y examinaron la relación peso-mortalidad durante períodos de seguimiento de hasta 30 años haciéndolo, por lo tanto, uno de los estudios más amplios de su tipo. Entre las mujeres no fumadoras, no se observó un aumento en la mortalidad hasta que el índice de masa corporal no excedió 32 (más de 186 libras – 83,700 kg – para una mujer de 5’4’’ – 160 cm – de altura). Para los hombres, el BMI asociado con las tasas más bajas de mortalidad pareció estar cerca del rango medio de 20. El riesgo de muerte prematura aumentó significativamente tanto para los hombres obesos como para los delgados. De hecho, los hombres con un BMI cercano a 20-21 tuvieron índices de mortalidad iguales a los de aquellos con BMI de 28-30. En otras palabras, los hombres delgados – dentro del rango de BMI recomendado como “saludable”- tuvieron iguales índices de mortalidad que aquellos que tuvieron un sobrepeso de 25 a 35 libras (11,250 a 15,750 kg)

Debido a que los riesgos de la delgadez fueron observados en hombres no fumadores como en los que fumaban, los investigadores concluyeron que los mayores índices de mortalidad entre los hombres delgados podrían no haberse debido a los efectos perjudiciales del cigarrillo, sugiriendo que “se necesita prestar atención a los riesgos para la salud por el bajo peso corporal”. Sigue sin entenderse exactamente porqué los hombres delgados dentro del rango del peso denominado “saludable” parecieron tener índices de mortalidad tan elevados como aquellos que tenían sobrepeso. Sin embargo, los resultados cuestionan el uso de las guías del índice de masa corporal que dicotomizan a los hombres y mujeres en rangos “saludables” y “no saludables”, solamente en base al peso corporal relativo.

EL CAMBIO HACIA UNA BUENA SALUD ES LO SUFICIENTEMENTE ANCHO PARA TODOS

No estoy sugiriendo que deberíamos ser complacientes con el incremento observado en los últimos 20 años en el índice medio de masa corporal en los adultos norteamericanos (33). Es solo que una presión contínua en el peso corporal parece bastante fuera del contexto (34,35). Además podría ser potencialmente peligroso para los casi 70 millones de americanos que intentan cada año bajar de peso. La mayoría de las personas no puede mantener la disminución de peso, y la constante fluctuación de peso que caracteriza a la dieta “yo-yo” podría incrementar el riesgo de muerte prematura (34-41).

En vez de tratar de hacerles hacer dietas a las personas obesas, los profesionales de la salud podrían ser más efectivos si pusieran la atención en que los obesos se vuelvan “más sanos”, al menos aquellos con problemas de salud. Los cuerpos entrenados y sanos pueden venir en muchas formas y tamaños. Debido a que los factores de estilo de vida perecen ser mucho más importantes que el peso corporal en sí, con respecto a la salud (2-7), y ya que para prevenir la muerte prematura parece más importante estar entrenado que ser delgado (11-13), el mensaje de Salud Pública debería ser bastante simple: Ser más físicamente activo y consumir alimentos más sanos, no obsesionarse con los números en la balanza. Este paradigma crea un punto de vista más simpático y menos prejuicioso que del peso corporal y podría tener un impacto más positivo sobre la Salud Pública. Noventa y siete millones de norteamericanos tienen índice de masa corporal superiores a 25, y por lo tanto, son señalados como “demasiado gordos”. Sería bueno asegurarles a esas personas que el camino que conduce a un cuerpo más entrenado y más sano no es tan angosto para que no lo puedan transitar.

Referencias

1. Weinsier RL. Fusch RJ. Kay TD. Triebwasser JH. Lacaster MC (1976). Body fat: its relationship to coronary heart disease, blood pressure, lipids and other risk factors measured in a large male population. Am J med. 61:815-24

2. Ehnholm C, Huttunen JK, Pietinen P, Et al (1982). Effect of diet on serum lipoproteins in a population with a high risk of coronary heart disease. N Engl J Med. 307:850-5

3. Barnard RJ (1991). Effects of lifestyle modification on serum lipids. Arch Intem Med. 1991; 151:1389-94

4. Barnard RJ, Jung T, Inkeles SB (1994). Diet and exercise in the treatment of NIDDM. Diabetes Care. 17:1469-72

5. Barnard RJ, Ugianskis EJ, Martin DA, Inkeles SB (1992). Roles of diet and exercise in the management of hyperinsulinemia and associated atherosclerosis risk factors. Am J Cardiol. 69:440-4

6. Appel L.J., Moore T J., Obarzanek E, et al (1997). A clinical trial of the effects of dietary patterns on blood presure. N Engl J Med. 336: 1117-24

7. Gaesser GA (1996). Big Fat Lies: The Truth About Your Weight and Your Health. New York; Fawcwet Columbine

8. Huber HB Feinleib M. Mc.Namara PM, Castelli WP (1983). Obesity as an independent risk factor for cardiovascular disease a 26-tear follow-up of participants in the Framingham Heart Study. Circulation 67:968-77

9. Manson JE., Willett WC., Stampler MJ., et al (1995). Body weight and mortality among woman. N Engl. J Med. 383:677-85

10. Willett WC., Manson JE., Stampler MJ., et al (1995). Weight, weight “normal” weight range. JAMA 273: 461-5

11. Balow CE, Kohl HW III, Gibbons LW, Blair SN (1995). Physical fitness mortality and obesity. Int J Obes; 19 (suppl 4): S41-4

12. Blair SN, Kohl HW III, Pattenbarger RS, Clark DG, Cooper KH, Gibbons LW (1989). Physical fitness and all-cause mortality; a prospective study of healthy men and woman. JAMA. 262:2395-401

13. Blair SN, Kohl HW III, Barlow CE, Pattenbarger RS, Gibbons LW, Macera CA (1995). Changes in physical fitness and all-cause mortality; a prospective study of healthy and unhealthy men. JAMA. 273: 1093-8

14. American Dietetic Association (1997). Position of the American Dietetic Association: weight management. J Am Diet. Assoc. 97:71-4

15. Manson JE. Faich GA (1996). Pharmacotherapy for obesity: do the benefits outweigh the risks? . N Engl. J Med. 335:659-60

16. McGinnes JM. Foege WH (1993). Actual causes of death in the United States. JAMA. 270:2207-12

17. McGinnes JM. Foege WH (1998). The obesity problem [letter]. N Engl. JMed. 338:12

18. Andres R, Elahi D, Tobin JD, Muller DC, Brant L (1995). Impact of age on weight goals. Ann Intern Med. 103:1030-3

19. Barrett-Connor EL (1985). Obesity, atherosclerosis, and coronary artery disease. Ann Intern Med. 103:1010-9

20. Borhani NO, Hechter HH, Breslow L (1963). Report of a ten-year follow-up study of the San Francisco longshoreman. J Chronic Dis. 16:1251-66

21. Carnelli D, Halpern J. Swan GE, et al (1991). Twenty-seven-year mortality in the Western Collaborative Group study: construction of risk groups by recursive partitioning. J Clin Epidemiol. 44:1341-54

22. Cornono-Huntley JC, Harris TB, Everett DF, et al (1991). An overview of body weight of older persons, including the impact on mortality the National Health and Nutrition Examination Survey i-epidemiologic follow-up study. J Clin Epidemiol. 44:741-53

23. Garn SM, Hawthorne VM, Pilkington JJ, Pesick SD (1983). Fatness and mortality in the west of Scotland. Am J Clin Nutr. 38:313-9

24. Hoes AW, Grobbee DE, Valkenburg HA, lubsen J, Hofman A (1993). Cardiovascular risk and all-cause mortality: a 12-year follow-up study in the Netherlands. Eur J Epidemiol. 9:285-92

25. Kabat GC, Wynder EL (1992). Body mass index and lung cancer risk. Am J Epidemiol; 135:769-74.

26. Keil JE, Sutherland SE, Knapp RG, Lackland DT, Gazes PC, Tyroler HA (1993). Mortality rates and risk factors for coronary disease in black as compared white men and women. N Engl J Med. 329:73-8

27. Rissanen A, Heliovaara M, Knekt, Aromaa A, Reunanen A (1989). Over-weight and mortality in Finís men. In: Bjomtorp P, Rossner S (eds). Obesity in Europe 88. Paris, Franc. John Libbey, 61-8

28. Rissanen A, Heliovaara M, Aromaa A, Reunanen A, Maateia J (1991). Weight and mortality in Finnish women. J Clin Epidemiol. 1991; 44:787-95

29. Troiano RP, Frongillo EA JR, Sobal J, Levitsky DA (1996). The relation-ship between body weight and mortality: a quantitative analysis of combined information from existing studies. Int J Obes. 20:63-75

30. Wienpahl J, Ragland DR; Sidney S (1990). Body mass index and 15-year mortality in a cohort of black women. J Clin Epidemiol. 1990; 43:949-60

31. Wicosky T, Hyde J, Anderson JJB, Bangdiwala S, Duncan B (1990). Obesity and mortality in the Lipid Research Clinics Program follow-up study. J Clin Epidemiol. 43:743-52

32. Kuczmarski RJ, Flegal KM, Campbell SM, Johnson CL (1994). Increasing prevalence of overweight among US. Adults: the National Health and Nutrition Examination Surveys, 1960-1991. JAMA. 272:205-11

33. Gaesser GA (1998). The obesity problem (letter). N Engl J Med. 338:1157

34. Kassirer JP, Angell M (1998). Losing weight: an ill-later New Year’s resolution (editorial). N Engl J Med. 338: 52-4

35. Blair SN, Shaten J, Brownell K, Collins G, Lissner L (1993). Body weight change, all-cause mortality, and cause-specific mortality in the Multiple Risk Factor Intervention trial. Ann Intern Med. 119:749-57

36. Ernsberger P, Koletsky RJ (1993). Weight cycling and mortality: support from animal studies. JAMA. 269:1116

37. Hamm P, Shekelle RB, Stamler J (1989). Large fluctuacions in body weight during young adulthood and 25-year risk of coronary death in men. Am J Epidemiol. 129:312-8

38. Lee I-M, Paffenbarger RS (1992). Change in body weight and longevity. JAMA. 268:2045-9

39. NIH Technology Assessment Conference Panel (1992). Methods for voluntary weight loss and control. Ann Intern Med. 116:942-9