​Salud metabólica y calidad muscular. Una amistad que se pierde por obesidad y falta de ejercicio

Publicado 8 de agosto de 2019, 10:40

​Salud metabólica y calidad muscular. Una amistad que se pierde por obesidad y falta de ejercicio

Considerar la calidad muscular (CM) ha sido una preocupación bastante reciente, incluso más que la cantidad de músculo que se tiene. Se entiende por CM como una función del músculo que comprende a la fuerza pero también al rendimiento metabólico del mismo. Varios estudios se han expresado al respecto, documentando que los individuos con diabetes mellitus tipo 2 (DBT2) muestran una CM reducida.

El tejido muscular es un gran depósito de glucosa, almacenada bajo la forma de glucógeno, donde se absorbe en él alrededor del 85% del total. Dado que la CM está asociada con la calidad de vida y con mayores riesgos de mortalidad cuando se muestra disminuida, buscar mejorarla será parte de las intervenciones efectivas para tratar la DBT. Distintas investigaciones han mostrado este deterioro muscular, entre otros el de Park y colegas (Park SW, et al. Excessive loss of skeletal muscle mass in older adults with type 2 diabetes. Diabetes Care. 2009. November)

Diferentes trabajos dieron evidencia que la correlación masa muscular/fuerza varía considerablemente entre los individuos, por lo que no puede establecerse que un determinado tamaño del músculo podrá tener una manifestación de fuerza concreta. Al respecto, y avalando esto último, se han expresado Chen y colegas en investigaciones concretadas en poblaciones de edad avanzada (Chen L, et al. Relationship between muscle mass and muscle strength, and the impact of comorbidities: a population-based, cross-sectional study of older adults in the United States. BMC geriatrics. 2013). Así, establecer cuanto de músculo debe ser necesario para tener una determinada expresión de la fuerza no es un punto de relevancia para valorar la CM. En concreto, mucha fuerza no se correlaciona necesariamente con un volumen muscular relevante.

Hace ya varios años que se viene estudiando el impacto de los procesos inflamatorios en distintos tejidos, a los que no ha escapado el músculo. Como se sabe, la inflamación es la respuesta que da el organismo a estímulos capaces de generar daño, entre los cuales no solo están ciertos organismos como bacterias y virus sino también moléculas que el propio cuerpo produce. El proceso de hipertrofia del adipocito es la consecuencia de un aumento del almacenamiento de triglicéridos dentro del mismo y bajo la forma de gotitas de lípidos, lo que también acontece en el tejido muscular. Se ha demostrado que esto conduce a lo que se definió como estrés del adipocito, fenómeno que se manifiesta como una alteración de la función del mismo y que se ha visto, por ejemplo, en la modificación de la capacidad del retículo endoplásmico del mismo para cumplir sus funciones. También se sabe que la expansión del adipocito produce hipoxia del tejido así como estrés oxidativo, con gran formación de ROS (radicales libres de oxígeno). Todo esto acaba por generar su propia incapacidad funcional así como la de tejidos en los que estas gotitas de lípidos pueden habitar, como por ejemplo en la fibra muscular, donde se almacenan y reconocen como triglicéridos intramusculares. La resultante de este proceso es una producción elevada de proteínas quimioatrayentes que favorecen la inclusión de macrófagos y linfocitos T, lo que potencia la producción de sustancias proinflamatorias.

Toda inflamación tendrá necesariamente una respuesta, la que procura, prima facie, la curación de la zona afectada. Hay básicamente dos formas de padecer la inflamación, una aguda, de resolución rápida, y la crónica, siendo esta la consecuencia de la acción prolongada del factor que la desencadenó.

Relativamente a lo anterior, es conocido que la obesidad (OB) se muestra no pocas veces con concentraciones muy elevadas de ciertas sustancias que operan como factores inmunes, destacándose entre ellos especialmente el Factor de Necrosis Tumoral Alfa (TNF-α), y la Interleucina L-6 (IL-6), aunque no son los únicos, claro. Estos dan origen a lo que se ha dado en llamar Inflamación Crónica de Bajo Grado (ICBG), la que está asociada a numerosas patologías como la enfermedad cardiovascular, la diabetes tipo 2 (DBT2), algunos tipos de cáncer y también al proceso de envejecimiento.

El tejido adiposo blanco (TAB) se ha mostrado como un gran generador de ICBG, documentándose que sus adipocitos son productores de las denominadas adipoquinas. El estudio detenido de estos ha mostrado que estas células son una gran fábrica de moléculas quimioatrayentes como la MCP-1 (proteína quimioatrayente de monocitos). Estas justamente atraen a células como los macrófagos y linfocitos T hacia el interior de la célula grasa, generando con ello un proceso inflamatorio crónico con la consiguiente producción de moléculas inflamatorias de alto poder deletéreo, como lo es ya mencionado TNF-α, que tiene, entre otras acciones negativas, la capacidad de interrumpir la señalización de la insulina a su receptor ocasionando así primero resistencia a la insulina (RI) y finalmente DBT2.

Diferentes investigaciones han dado evidencia que la inactividad física y la OB son agentes proinflamatorios y de disfunción metabólica (DM), tanto en el adipocito como en el músculo, proceso que puede ser mitigado por el ejercicio incluso sin la pérdida de peso graso. Pero también se documentó que el proceso inflamatorio y la DM asociada acontecen incluso en personas delgadas, en quienes la inactividad física potenció esta problemática (Hojbjerre L, et al. Impact of physical inactivity on adipose tissue low-grade inflammation in first-degree relatives of type 2 diabetic patients. Diabetes Care 2011).

Otro hallazgo de interés es el de Mora y colegas. Ellos documentaron que para cualquier índice de masa corporal (IMC), aquellos que hacen ejercicio regularmente tienen niveles más bajos de marcadores inflamatorios (Mora S, et al. Association of physical activity and body mass index with novel and traditional cardiovascular biomarkers in women. JAMA: the journal of the American Medical Association. 2006). Esta evidencia aporta 2 puntos de relevancia a tener en cuenta, como lo son el hecho de que 1) el ejercicio baja los niveles de inflamación y 2) el IMC no es criterio necesariamente para indicar que una persona entra en categorías de salud o enfermedad, ni de alguna forma de obesidad tan solo valorando el peso corporal. Y ello porque dicho índice no considera los compartimientos corporales. En este caso, dos personas pueden pesar igual pero uno tener un significativo sobrante de tejido graso y poco músculo y el otro presentar reducida grasa pero poseer un desarrollo importante de la masa muscular. Aquí en definitiva, también aparecen más datos que obligan a relativizar el valor del IMC, aun muy utilizado por varios profesionales desafortunadamente.

La relevancia del ejercicio en la OB radica en que el vínculo alterado entre el receptor y la hormona puede corregirse concretando la actividad física adecuada. Las potenciales consecuencias en la relación de esta incomunicación hormona/receptor con la resistencia a la insulina (RI) y la DBT2 (8 de cada 10 obesos la padecerá) está en el hecho de saberse que la falta de una adecuada sensibilidad de la insulina con su receptor genera una lipólisis aumentada ya que disminuye el efecto lipogénico de la hormona pancreática. Esto es, se presenta una lipólisis desregulada. Ello incrementa la circulación de ácidos grasos y triglicéridos en sangre, impactando finalmente en un trastorno metabólico asociado a esta hiperlipidemia. Como es de imaginar, esto se convierte en un círculo vicioso, donde la sobreabundancia de lípidos en sangre que no pueden acumularse en el adipocito acabará por acopiarse en varios tejidos, incluidos el hígado, el músculo esquelético y los islotes pancreáticos. El final de esto es la conocida lipotoxicidad, patología que afecta obligadamente el funcionamiento del tejido donde se instala, alterando fuerte y negativamente el metabolismo de la glucosa y ácidos grasos. El resultado, de no corregirse, es definitivamente grave, con enfermedades que pueden acabar con la vida de la persona.

Los caminos que conducen al control y la mejora parecen estar en parte en la cualificación de la señalización del receptor de insulina por la hormona, proceso que se evidencia tanto en el músculo como en el adipocito cuando media el ejercicio. La relevancia de esto es de destacarse, porque la dislipemia no solo podrá corregirse por asociarse a la práctica de ciertas formas de actividad sino que esta favorecerá que el excedente de triglicéridos y ácidos grasos circulantes no acaben en depósitos ectópicos como hígado, tejido muscular y páncreas generando patologías sino metabolizados en músculo y eventualmente guardados prudentemente en el tejido adecuado, el adiposo.

Mientras tanto, metformina y caminata desde la medicina para esta problemática. Así, la calidad muscular desaparece, y el músculo también.